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Los dos movimientos de la vida

Lo que la simple mecánica de la respiración puede enseñarnos sobre altruísmo y cristianismo.


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La Biblia nos enseña que debemos vivir para nuestro prójimo. Eso significa llenarnos de lo bueno teniendo en vista transmitir el bien (Foto: Shutterstock)

Inspirar y espirar. Esos movimientos básicos indican mucho más que un ciclo respiratorio. Tal vez el hecho de ser acciones automáticas de nuestro cuerpo sea una razón por la que no le damos tanta atención a lo que esto tiene para enseñarnos sobre la vida en sí. Y no, este texto no es sobre meditación o salud. Es sobre existir.

Algunos historiadores recientes relacionan momentos históricos a ciclos análogos, como el latido del corazón (sístole y diástole) o la respiración (espiración e inspiración), porque se dieron cuenta de que la vida parece repetir esos movimientos de comprensión y expansión. Las fases históricas parecen alternar entre períodos conservadores y de progreso, guerras y paz, pobreza y riqueza, calor y frío, ciencia y misticismo, razón y emoción, solo para citar algunas. En otras palabras, todo lo que ocurre en la historia humana parece respetar esos dos movimientos primarios, de espirar e inspirar.

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Son dos movimientos distintos, con características y funciones diferentes, pero que están unidos por un propósito: generar vida. Y note que en esa unión de elementos contradictorios hay una tensión, que es exactamente donde yo quiero que usted perciba el Reino de Dios.

La Biblia usa el ciclo respiratorio para hablar de inspiración profética (recibir de Dios un mensaje), y después espirarlo a otros. Es un concepto muy interesante y antiguo, pero no es sobre él que quiero hablar. Quiero reflexionar sobre nuestra tensión constante entre amar al prójimo y amarnos a nosotros mismos. ¿Quién debe ser mi prioridad? ¿Yo o mi prójimo? ¿Yo debo inspirar para mí o espirar para el otro?

Bueno, los dos son imprescindibles. Yo se que nuestra tendencia es decir que “primero yo, después el otro”; y es nuestra naturaleza pensar así (Mat. 16:23). Pero el evangelio revierte esa orden cuando dice: “estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Fil. 2:3). “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro” (1 Cor. 10:24), “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hech. 20:35), y cuando Jesús pone al prójimo antes que nosotros mismos en el mandamiento (Mat. 22:37-39).

Además, muchas personas interpretan ese mandamiento como una orden de Jesús de amar a nuestro prójimo en la misma medida como nos amamos, pero esa es una lectura equivocada. Lo que Jesús quiso decir allí es que el amor que manifestamos a nuestro prójimo es el criterio para el amor propio. En otras palabras, la manera como yo trato al otro define lo que debo esperar para mi vida. Si yo no respeto o soy injusto con alguien, ¿qué derecho tengo de exigir ser bien tratado? Pero si trato a las personas con decencia, les deseo el bien y les entrego lo mejor que tengo, parece que el mundo pasa a deberme el mismo trato. Y aunque eso no ocurra, mis actitudes incondicionales indican que no hago el bien para recibirlo de vuelta, como en un intercambio egoísta, sino porque vivo para servir y contribuir con el bienestar de mi hermano.

Esa lógica desplaza el pensamiento pueril de nuestra cultura actual de que “necesito amarme primero”. En esa lógica están la competición y la discordia (Sant. 4:1). Si seguimos la lógica del texto bíblico, la comprensión es otra: primero Dios, después mi prójimo, después yo. Yo solo puedo sentirme bien conmigo mismo a partir del momento en que mi hermano ya está bien consigo mismo. Y si yo promuevo su bienestar y él promueve el mío, no necesitamos luchar más.

Una respiración consciente y sincera

Es importante resaltar que el evangelio nunca mira el comportamiento de las personas, sino las intenciones del corazón. Dios quiere cambiarnos por dentro porque sabe que el cambio exterior viene como consecuencia. Por eso, cuando el evangelio dice que debemos vivir para el otro, está hablando de intención, de preocupación real con los intereses de nuestro prójimo (Fil. 2:4).

Sin embargo, para espirar (al otro) es necesario inspirar (para sí). Es necesario tener para dar. Eso parece contradecir lo que terminé de expresar, ¿no es así? No, exactamente. La espiración es una señal de que Dios le dio la libertad de hacer lo que quiere con el aliento soplado en sus narices. Al buscar al Padre, Cristo no pensaba solo en beneficiarse, sino llenarse de Dios para transmitirlo a las personas; eso nos enseña que, cuando inspiramos no debemos pensar en retenerlo para nosotros.

Ese es el equilibrio que el Reino le otorga a la tensión entre los movimientos, cambia la motivación de nuestras acciones. Yo continuaré teniendo que inspirar primero, reunir en mí la fuerza y los recursos; no hay cómo evitarlo. Pero ¿inspirar para quién? ¿Qué haré con ese aliento?

Cuando miro las prioridades de la vida, ¿quién debe venir primero? El otro. ¿Y cuando miro la mecánica de la vida? Yo. En Cristo aprendí a inspirar para espirar, en el cuerpo (energía), en el arte (emociones), en el conocimiento (educación y progreso), en el Espíritu (eternidad). ¡Respire hondo!

Diego Barreto

Diego Barreto

El Reino

Vivir ya el Reino de Dios mientras él todavía no volvió. Una mirada cristiana al mundo contemporáneo.

Teólogo, es coautor del BibleCast, un podcast sobre teología para jóvenes, y productor de aplicaciones cristianas para dispositivos móviles. Hoy es pastor en los Estados Unidos.