La impaciencia: el enemigo de los padres
En medio de las demandas y presiones de la vida, la impaciencia puede convertirse en un obstáculo significativo para una crianza efectiva
“¡Apúrense que estamos llegando tarde a la iglesia!”, "Ya te lo expliqué mil veces, ¿no lo entiendes?", "¡No me hagas perder la cabeza!"… Estas son tres de las tantas frases que los padres gritan a sus hijos en diversas situaciones.
El otro día estaba pensando en cuáles son algunos enemigos de los padres que deseamos llevar adelante una educación cristiana en nuestros hogares. En medio de las demandas diarias y las presiones de la vida, la impaciencia puede convertirse en un obstáculo significativo para una crianza efectiva.
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Lo más triste de todo es que muchas de las veces en las que fui impaciente no me veía a mí misma como el problema, sino a mis hijos por no estar a la altura de mis pedidos o exigencias. Pero cuando obligadamente tuve que bajar el ritmo de mi vida agitada entendí que era una persona impaciente y que hay otras formas de tratar o responder, ¡especialmente a las personas que decimos más amar!
Ser o estar, ¡he aquí la cuestión!
Cuando decimos que alguien "es impaciente", nos referimos a una característica o rasgo de su personalidad. Es decir, la impaciencia forma parte del comportamiento o modo de reaccionar de esa persona ante situaciones que implican espera, obstáculos o frustración. Ser impaciente puede ser una tendencia arraigada en la forma en que una persona percibe y maneja el tiempo y las expectativas.
Por otro lado, cuando decimos que alguien "está impaciente", nos referimos a su estado temporal o momentáneo. Es decir, en ese momento específico la persona está experimentando impaciencia debido a ciertas circunstancias, como retrasos, presiones o expectativas no cumplidas. Estar impaciente puede ser una respuesta a situaciones específicas y puede variar en intensidad y duración.
Reconocer la diferencia entre "ser impaciente" y "estar impaciente" puede ayudarnos a comprender mejor cómo la impaciencia afecta nuestras vidas y la de quienes nos rodean.
¿Por qué estamos impacientes?
Aunque esta respuesta tiene un gran componente personal, es decir, cosas propias de tu realidad y tu vivencia, hay algunas generalidades que vivieron a mi mente mientras escribía. La impaciencia puede surgir por diversas razones: estrés y presión diaria, expectativas poco realistas sobre el comportamiento o el desarrollo de nuestros hijos, falta de autocuidado, como descuidar nuestras propias necesidades de descanso, recreación y tiempo, lo que puede llevarnos a un estado de agotamiento, y claro influencias externas puesto que vivimos en una sociedad que promueve la gratificación instantánea y la inmediatez.
Entender por qué nos ponemos impacientes es muy importante ya que nos ayuda a conocernos más y a mejorar como personas, aunque reconozco que ¡es una tarea desafiante! Al darnos cuenta de lo que nos hace impacientes podemos aprender cómo manejarlo mejor.
¿A quién afecta la impaciencia?
Tristemente, una actitud impaciente no solo nos afecta a nosotros, generando un impacto negativo en nuestra salud física y mental, sino también a nuestros hijos. Ellos pueden sentirse confundidos o heridos cuando son testigos de nuestra impaciencia, lo que puede afectar su autoestima y su confianza en sí mismos. Además, pueden aprender a imitar el comportamiento impaciente, lo que puede llevar a problemas de conducta y dificultades en sus relaciones interpersonales.
La impaciencia también puede obstaculizar nuestra capacidad para enseñar a nuestros hijos la importancia de la paciencia y la resiliencia ante los desafíos de la vida. Es allí cuando desesperadamente debemos buscar ayuda, ayuda divina en primer lugar, pero en otras ocasiones, también necesitamos conversar con un profesional de la salud mental porque esa impaciencia puede ser el resultado de otras condiciones o cargas emocionales no resueltas.
La paciencia, un don del Espíritu
Bajo la perspectiva cristiana, la paciencia se considera un fruto del Espíritu Santo, como se menciona en el libro de Gálatas 5:22-23 (NVI). Allí se enumeran los frutos del Espíritu, entre los cuales se incluye la paciencia: "En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio." Esto implica que, a través de la relación con Dios y la obra transformadora del Espíritu Santo en nuestras vidas, los cristianos podemos desarrollar y ejercer la paciencia en el día a día. En resumen, lo que a ti te falta, ¡a Dios le sobra!
Por eso, pidamos a Dios que derrame su Espíritu en nosotros para que no solo seamos bendecidos con paciencia, sino con todos los dones espirituales. Y si has notado que tu impaciencia ha lastimado el corazón de las personas que amas, es momento de pedir perdón a Dios y también a nuestros seres queridos para restaurar las relaciones afectadas.
Recordemos:
- Practicar la paciencia como una virtud cristiana, recordando las enseñanzas bíblicas que nos incentivan a desarrollarla.
- Cultivar un ambiente de calma y amor en el hogar, fomentando la comunicación abierta y el respeto mutuo.
- Establecer expectativas realistas y flexibles, reconociendo que nuestros hijos están en un proceso de desarrollo y crecimiento.
- Priorizar el autocuidado, reservando tiempo para el descanso, la oración y para aquellas cosas que nos revitalizan.
- Enseñar a nuestros hijos sobre la paciencia, mediante el ejemplo y la instrucción, utilizando situaciones cotidianas como oportunidades para practicar la espera y el autocontrol.
La impaciencia puede ser un desafío significativo en la crianza de los hijos. Recordemos que la paciencia es una virtud que se cultiva con el tiempo y la práctica, y que cada día tenemos la oportunidad de crecer en amor y sabiduría en nuestra labor como padres. ¡Que Dios nos ayude en esta misión tan importante!