Inquebrantable
La fuerza de las mujeres es impresionante e inspiradora, especialmente cuando están arraigadas en Dios
Me gusta mucho oír historias de personas. Y, en medio de tantas historias inspiradoras, nosotras, las mujeres, tenemos una forma peculiar de contar las nuestras.
Mi madre tiene varias hermanas. Cuando yo era niña, me gustaba acostarme entre ellas mientras conversaban de lo cotidiano. Ellas hablaban de los romances que estaban viviendo, se desahogaban, siempre mirándome de reojo para asegurarse de que yo no estaba escuchando “ciertos detalles”. Yo fingía estar durmiendo para poder escucharlas.
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En esos muchos años “escuchando”, desarrollé una profunda admiración y respeto por la resiliencia y la tenacidad femeninas. La fuerza de las mujeres muchas veces contrasta con su imagen; algunas son pequeñas y físicamente frágiles, pero tienen una fuerza interior inmensa.
El cristianismo está lleno de historias de mujeres increíblemente fuertes. Y nosotras necesitamos conocer esos relatos para hacer de ellos pilares para nuestras narrativas. Independientemente de la forma como las culturas se organizan, siempre hay mujeres haciendo historia, y voy a contarle algunas.
Allá en Japón
Por el año 1889, el evangelista Abram La Rue distribuía algunas publicaciones con el mensaje del adventismo por las calles de Japón. Al año siguiente, nacía una niña llamada Aiko. Por poco la llegada de Aiko no coincidió con la llegada del adventismo en el país, pero esas historias se entrelazarían más adelante.
Inexplicablemente, Aiko quedó ciega en la adolescencia. Ella buscó formas de restaurar su visión, inclusive con métodos que involucraron mucho dinero. Pero, lamentablemente, los intentos no tuvieron éxito y ella pensó en quitarse la vida.
En aquella época, la masoterapia era una ocupación tradicional en Japón para personas con deficiencia visual. Aiko se volvió una excelente maso terapeuta y las cosas parecían haber cambiado para ella.
Aiko conoció a Araki. Pronto se casaron y tuvieron un hijo. Pero, en seguida, Araki murió de tuberculosis. Aiko, entonces, era una mujer joven, viuda, ciega y con un niño para criar sola. Piense en el tremendo sufrimiento de esa joven.
A los 26 años, Aiko conoció a Jesús. Fue bautizada y comenzó a trabajar como instructora bíblica. Ella llevaba la Biblia a la casa de algún amigo o vecino y le pedía que se la leyera. Elegía textos que intrigaban a los lectores para que ella pudiera explicarlos. El interés por las Sagradas Escrituras solo aumentaba y Aiko era una inigualable ganadora de almas.
Pero, una serie de conflictos políticos y guerras volvió a Japón hostil al cristianismo. Las iglesias cristianas eran vigiladas por el gobierno y a los misioneros adventistas extranjeros se les prohibió entrar al país. En 1943, parecía que la Iglesia Adventista había sido erradicada del país, pero, silenciosa e incansablemente, Aiko continuaba compartiendo el Evangelio con personas cercanas. Ella hacía visitas y marcaba grupos de estudio de la Biblia con personas de confianza.
Sin embargo, su actividad llegó al conocimiento de las autoridades. Aiko tuvo que entregar su preciosa Biblia en braille, la que fue confiscada por la policía, y fue hostilmente interrogada. Los policías, al mirar a esa mujer ciega, pequeñita y de modales serenos, no vieron ninguna amenaza, entonces la liberaron. Pero le ordenaron no hablar más sobre Jesús.
En aquella mañana de septiembre, Aiko salió sola del edificio de la policía y no tenía adónde ir, porque su casa había sido destruida por los ataques aéreos. Ella no tenía qué comer y muchos de sus compañeros creyentes estaban presos. Sufriendo con el recuerdo de su pequeña y amada iglesia, Aiko siguió orando. Ella siempre les había hablado a otros de la importancia de la oración y en ese momento era lo único que tenía. “Mi vida está repleta de oración. En verdad, mi vida es la oración”, afirmó.
Con su perseverancia y fuerza provenientes del cielo, Aiko logró reunir más de cuarenta adventistas en una ciudad portuaria y los lideró. Sus hermanos de fe dijeron que la simple presencia de Aiko los llenaba de valentía. Ellos se encontraban en montañas, cementerios y lugares que no despertaban sospechas. En cada reunión estaba Aiko, envuelta en una manta en invierno, o bajo un paraguas al inicio del verano.
Pequeña, ciega y frágil, Aiko mantuvo la Iglesia Adventista en Japón y fue un instrumento implacable en la expansión del cristianismo en aquella región. Si Dios pudo usar a una mujer como ella, también podría usar una grande, alta y de maneras rudas, ¿verdad?
En los Estados Unidos
¿Alguna vez ha oído hablar de Carrie Nation? Ella era parte de un grupo de mujeres activistas del siglo XIX. Su lucha era contra la intemperancia, siempre intentando proteger a las mujeres de maridos abusivos que se volvian aún más agresivos por el consumo de alcohol. A pesar de haber sido una mujer importante en ese movimiento, su biografía fue reducida a una media docena de bromas. Eso porque ella tenía una forma poco convencional de actuar: invadía los bares con la Biblia y un hacha en las manos, expulsaba a los borrachos, partía los barriles de bebidas alcohólicas y derribaba las botellas de los estantes. En 10 años de “ministerio”, fue llevada presa más de 30 veces.
Ella se describía como el “bulldog de Jesús, corriendo a su lado y ladrando a todo el que no le gustaba”. Al contrario de Aiko, Carrie era una mujer alta y fuerte: 1,80 m y 76 kg de mucha valentía. La historia cuenta que ella entraba en los bares y saludaba a los presentes así: “Buen día, destruidores de almas”. Levantaba su hacha y cantaba: “¡Rompe, rompe! Por la sangre de Jesús, ¡rompe!" El simple anuncio de su llegada a una ciudad era suficiente para que los bares cerraran las puertas hasta que ella se iba de allá. Carrie Nation fue un nombre importante en la causa de la temperancia (que llevó a la Ley Seca) y de los derechos de las mujeres en los Estados Unidos.
En Francia
La gran verdad es que Dios puede usar a cualquier mujer que se disponga a ser un instrumento, ya sea ella la única cristiana en la familia o parte de una larga tradición ministerial, así como Marie Durand. Ella fue una protestante francesa del siglo XVIII. Fue puesta en prisión a los 19 años por profesar su fe. Su padre estuvo en la cárcel por 14 años por el mismo motivo. Su hermano era un notable predicador y fue ahorcado el mismo año en que su padre fue liberado.
Marie fue confinada en la Torre de Constance con otras mujeres. Si ella renunciaba a su fe, la liberarían inmediatamente. Ese ofrecimiento le hacían todos los días. Bastaba que dijera “yo renuncio”. Sin embargo, ella siempre decía “yo resisto”. Ella grabó en una piedra la palabra “résister”, como señal de su posición inflexible. Esa inscripción está hasta hoy en la torre de Constance.
Marie Durand estuvo presa por más de 38 años. Ella fue liberada en 1768 y murió 8 años después, con su fe inquebrantable.
Historias como esas fortalecen nuestra fe y nuestra conciencia de femineidad. Que su corazón, mujer, esté en Dios, firme como una roca, y que en él esté grabado “yo resisto”, como una señal de permanencia siempre firme en Cristo.
Vanessa Meira es educadora y doctora en Teología.
Este artículo fue publicado originalmente en Espacio Afam.