De la biblioteca de Babel a la hipérbole del pescador
“El ángel respondió: Yo soy Gabriel, que estoy en la presencia de Dios, y he sido enviado a hablarte y darte esta buena noticia” (Lucas 1:19/ Reina-Valera 2000). Un día, un hombre visitó una biblioteca aparentemente infinita, definida como el mismo u...
“El ángel respondió: Yo soy Gabriel, que estoy en la presencia de Dios, y he sido enviado a hablarte y darte esta buena noticia” (Lucas 1:19/ Reina-Valera 2000).
Un día, un hombre visitó una biblioteca aparentemente infinita, definida como el mismo universo. Los detalles de esta visita están expuestos con maestría literaria en el cuento “La biblioteca de Babel”, de Jorge Luis Borges.
Allí, se dice que esa biblioteca es interminable y que abarca todos los libros. Cuando se proclamó esto “la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera”.
Y hacia el final, el autor escribe: “Quizá me engañe la vejez y el temo, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita… Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza”.
Algunos críticos literarios ven en este cuento de Borges una metáfora de Internet. Así, el texto funciona cómo una especie de predicción futurista de los tiempos que vendrían. Al parecer la realidad supera a la ficción. En septiembre pasado, la compañía Netcraft que verifica en forma periódica cuántos dominios (o direcciones de páginas web) hay registrados en el mundo afirmó que encontró 1.022.954.603 sitios en todo el mundo. En 1995, cuando Netcraft comenzó a medir los dominios registrados, había 18.957 páginas Web. En 1997 se llegó al primer millón. Aunque de los más de mil millones solo 178 millones están en uso, estamos en presencia una cifra altísima; o sea, de una auténtica biblioteca de Babel.
Sin embargo, no fue Borges el primero en plantear una biblioteca interminable. Un humilde pescador de Galilea (hijo de Zebedeo, hermano de Santiago, otrora hijo del trueno y próximo desterrado en Patmos) realizó una estupenda hipérbole al terminar su tratado sobre la vida de Jesús. Sin duda, estamos en presencia de unos de los versículos más extraños de la Escritura: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero. Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. Amén” (Juan 21:24 y 25).
La hipérbole es una figura literaria que consiste en una exageración intencionada con el objetivo de plasmar en el interlocutor una idea o una imagen difícil de olvidar. Los grandes maestros literarios de la historia han recurrido a menudo a esta figura literaria. Este lenguaje hiperbólico de San Juan tiene como resaltar la gran cantidad de dichos y obras de Jesús.
Al respecto de estas palabras finales de Juan, un tocayo del apóstol llamado Juan Calvino manifestó: “Si el evangelista, contemplando la grandeza de la majestad de Cristo, exclama con asombro que aun el mundo entero no podría contener el relato pleno de ella, ¿deberíamos asombrarnos por eso?”
Así es el ministerio de Jesús. Así es el amor de Dios. No puede hacer otra cosa que provocar asombro. Algo similar le ocurre al apóstol Pablo y en Efesios 3: 17 y 18 escribe: “Para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios”.
Cunado el ángel le dio la noticia del nacimiento de Juan el Bautista a Zacarías, este no creía. Le parecía demasiado bueno para ser verdad. Pero era cierto. Él y su esposa Elisabet tendrían un hijo, cuya misión en la vida sería dar la buena noticia de la llegada del Mesías. Dios nos ama y se complace en dar. No había nada más infinitamente valioso en el cielo que su hijo. Y él lo envió a la tierra para morir. Pero su muerte dio vida. Su sangre nos libra del pecado y la culpa. Gracias a su victoria y a su resurrección podemos acceder a la vida eterna. Su amor es incomparable, indescriptible, eterno, infinito… Jesús nos ama de una manera que no podemos captar ni entender. No es un amor barato, de cartón, frágil. No es un amor pequeño, insustancial, perecedero. Es un amor que no entra en todos los libros del mundo ni en mil millones de páginas de Internet. Es un amor diferente, que nos ama “hasta el extremo” (Juan 13:1, Biblia de Jerusalén).
La historia dice que Rabbán Johanán Zakkai, en la misma época de San Juan, escribió algo similar: “Si todo el cielo fuera un pergamino y todos los árboles cañas de escribir, y tinta todo el mar, eso no sería suficiente para consignar por escrito la sabiduría que he aprendido de mis maestros”. Estas palabras han sido popularizada en el himno evangélico “¡Oh amor de Dios!”, de F. M. Lehman.
Hoy, podemos tomar muchas decisiones. Creo que la más sabia es caer rendidos ante semejante amor y entregar todo para servir a Jesús.