Reinos con pies de barro
Las riquezas obtenidas en la tierra no son un problema, pero no pueden ocupar el espacio de Dios.
En los textos anteriores usted encontrará artículos de una serie basada en mi libro, Herederos del Reino, lanzado por la Casa Publicadora Brasileña (CPB). Basado en el libro bíblico de Daniel, presento lecciones que extraje para mi vida. Abajo comparto con usted una versión resumida del quinto capítulo. Si todavía no leyó los demás, consulte aquí.
“La vida de una persona no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Jesucristo).
Uno de los textos bíblicos que más pueden enseñarnos sobre la verdadera humildad es el capítulo 2 del libro de Daniel. Es interesante notar que uno de los puntos destacados en el libro de Daniel es el contraste entre la humildad del profeta y sus amigos y la arrogancia de los gobernantes y sabios de Babilonia y Medo Persia. De diversas formas, eso es evidente en el libro, inclusive en el sueño de Nabucodonosor registrado en el capítulo 2.
La Biblia nos dice que el rey tuvo un sueño y Daniel recibió de Dios la interpretación. El sueño era sobre una “imagen, que era muy grande, y cuya gloria era muy sublime” (Daniel 2:31), y estaba dividida en cinco partes. “La cabeza de esta imagen era de oro fino; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus muslos, de bronce; sus piernas, de hierro; sus pies, en parte de hierro y en parte de barro cocido” (Daniel 2:32, 33). Cada una de esas partes representaba un reino que dominaría la tierra. Esos reinos eran Babilonia, Medo Persia, Grecia, Roma imperial y Roma religiosa.
Lea también:
Cuatro puntos en esta profecía nos hablan sobre la necesidad de comprender la humildad que debemos tener ante la soberanía divina. En primer lugar, cada uno de esos reinos buscaba dominio territorial, poder absoluto y riquezas materiales. En cierta manera, cada uno de ellos logró esas conquistas, pero la sucesión de materiales de la estatua muestra que cada reino sería inferior al anterior, así como la plata es inferior al oro, el bronce es inferior a la plata, el hierro es inferior al bronce y el barro es inferior al hierro. Segundo, queda claro en esta profecía que cada reino llegaría al fin y sería sustituido por otro reino. Tercero, todos los reinos, por más grandiosos que fueran, estaban sustentados por una estructura frágil de barro mezclado con hierro. Finalmente, todos serían despedazados y reducidos a polvo por medio de un reino que duraría eternamente (Daniel 2:34, 35).
Imagine a Daniel delante del hombre más poderoso del planeta explicando esos detalles, diciendo que el reino de Babilonia terminaría y que sería sustituido por otro. La manera como Dios reveló el sueño y su significado fueron tan fuertes que el rey se inclinó, se postró con el rostro en tierra delante de Daniel y dijo: “Ciertamente el Dios vuestro es Dios de dioses, y Señor de los reyes” (Daniel 2:47).
Reinos y la humanidad
Por desgracia, muchos de nosotros leemos el capítulo 2 de Daniel y solo logramos ver la historia de los reinos. Pero quiero invitarlo a ver ese sueño y su interpretación como la historia de cada persona y la respuesta divina al deseo natural del ser humano de establecer su propio reino, en oposición al reino de Dios. En mayor o menor grado, todos queremos dominio, poder y riquezas. Y no hay problema con desear esas cosas, si nuestra comprensión de esas palabras está de acuerdo con la comprensión divina. No es que Dios tenga problemas con la riqueza, el dominio o el poder; la cuestión es que él sabe cuán pasajeras esas cosas son, y él no desea que sus hijos se dediquen únicamente a las cosas finitas. El dominio que debemos buscar no es territorial, sino el dominio de nuestro carácter. El poder ofrecido a los hijos de Dios no se mide por el estatus o la función, sino por la plenitud de la presencia del Espíritu en nuestra vida. La riqueza divina disponible no se mide por la cantidad de dinero en la cuenta del banco, sino por el amor dispensado a Dios y al semejante.
Necesitamos preguntarnos qué tipo de reino, poder, riqueza y dominio estamos buscando. Necesitamos entender que todo reino, riqueza y poder de esta tierra tiene pies de barro, o sea, puede desmoronarse con facilidad en cualquier momento. Cierto día, Jesús contó la siguiente parábola sobre eso. “La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios” (Lucas 12:16-21).
¿Cuál era el verdadero problema del hombre de la parábola? ¿El problema era el hecho de que sus campos habían producido en abundancia? ¿O el hecho de que él decidiera construir graneros más grandes? ¿O el hecho de tener bienes en cantidad suficiente al punto de poder comer, beber, descansar y aprovechar la vida? ¡No! Esas cosas no son un problema en sí mismas. El gran problema de ese hombre se manifiesta por la forma de expresarse. Cuatro veces dice: “mis frutos” y “mis bienes”. Y en la parábola se lo llama necio (esa es la única vez que Dios llama a alguien necio en la Biblia), porque no se dio cuenta que todo su reino se desmoronaría en esa que sería su última noche de vida.
“Por medio de la parábola del hombre rico, Cristo demostró la necesidad de aquellos que hacen del mundo toda su ambición. Este hombre lo había recibido todo de Dios. […] No pensó en Dios, de quien proceden todas las bondades. […] pero sólo pensó en procurar su propia comodidad. […] Este hombre había escogido lo terrenal antes que lo espiritual, y con lo terrenal debía morir. […] Este cuadro se adapta a todos los tiempos. Podéis hacer planes para obtener meros goces egoístas, podéis allegaros tesoros, podéis edificaros grandes y altas mansiones, como los edificadores de la antigua Babilonia; pero no podéis edificar muros bastante altos ni puerta bastante fuerte para impedir el paso de los mensajeros de la muerte” [1].
Referencias
[1] Elena de White, Palabras de vida del gran Maestro, Asociación Casa Editora Sudamericana, p. 200-203.