Por una teología de la honestidad
La Iglesia tiene un gran desafío de abrazar la honestidad a pesar de su impopularidad.
En la tarde del 17 de septiembre de este año, en la cancha de Itaquera, en Sao Paulo, el atacante corintiano Jô dio la victoria al Corinthians contra el Vasco, por el Campeonato Brasileño, con un gol usando el brazo y, por lo tanto, fuera de reglamento. Haciendo un paréntesis en el tiempo volvemos al 16 de abril, cuando sucedió un clásico entre Sao Paulo y Corinthians. En una disputa del lance con el mismo Jô, el defensor Rodrigo Caio le pisó la pierna al arquero de su propio equipo. El árbitro le sacó la tarjeta amarilla al atacante corintiano, entendiendo equivocadamente que él había pisado al adversario. Fue cuando sucedió lo inesperado. Rodrigo Caio fue hasta el árbitro y le dijo la verdad. El juez retiró la advertencia que le había dado a Jô. Elogiando la actitud del adversario, los colegas del atacante le reclamaron más honestidad.
Un crack en el campo y en la crónica deportiva, Tostão escribió cierta vez que el deporte de alto rendimiento, a diferencia del deporte que se practica por placer, no suele ser un buen lugar para aprender e incorporar los valores éticos y morales. Una reflexión que ayuda a contextualizar lo que sucedió después de los dos episodios citados arriba. En el gesto sorprendente de honestidad de Rodrigo Caio, los hinchas y también parte de la prensa cuestionaron la actitud, aunque reconocieron la nobleza del delantero tricolor. Para Jô, que antes había cobrado honestidad a los colegas y ahora fue sorprendido relativizando una infracción, la postura de la prensa en particular, fue de notoria reprobación. “Jô perdió una gran oportunidad de dar un gran ejemplo. Creo que las declaraciones tienen que ser acompañadas de actitudes. Yo conozco a Jô y tengo la seguridad que está avergonzado después de haber visto todas esas imágenes”, dijo Caio Ribeiro, comentarista de la TV Globo.
Aunque el fútbol profesional, según el comentario de Tostâo, no es el lugar más apropiado para el aprendizaje de tales principios, considero instigadora la oportunidad del debate sobre valores éticos y morales, proporcionada por dos circunstancias tan distintas en un ambiente que despierta tamaña pasión como es el futbol. En las redes sociales, hubo hinchas que defendieron a Jô y su actitud. “Hasta parece que quien te está condenando no hace nada equivocado, debe vivir en Dinamarca”, dijo el usuario de una red, colocando el comentario acompañado de la foto de Jô leyendo la Biblia. Según la Transparencia Internacional, entidad sin fines de lucro que elabora informes sobre percepción de corrupción en países de todo el mundo, Dinamarca, junto con Nueva Zelandia, lidera la estadística de países menos corruptos y más honestos del mundo. Fue la selección de futbol de Dinamarca la que protagonizó un episodio de notable fairplay, durante un partido ocurrido en 2003 contra Irán. Cerca del final del primer tiempo, el defensor iraní tomó la pelota en su pequeña área con la mano, al oír un silbato, sin notar que venía de la hinchada y no del juez. El árbitro marcó penal. El capitán dinamarqués Morten Wieghorst pateó el penal hacia afuera, a propósito, por considerar la ventaja injusta. El partido terminó 1 a 0 para Irán. “Los dinamarqueses no ganaron el juego, pero ganaron nuestra admiración”, dijo un dirigente iraní.
El filósofo Luis Felipe Pondé reflexiona en uno de sus videos, colocados en su perfil en YouTube, que vivimos en una sociedad condicionada a ganar todo y ganar siempre. En un mundo mediado por los medios sociales, queremos tener siempre la razón, somos dominados por una cultura que celebra el poder del individuo, y nos dejamos cegar por el protagonismo. En la gestión de los medios sociales, el buen contenido es el que genera mayor cantidad de “me gusta” y no necesariamente el contenido más noble. En circunstancias así, la honestidad no es exactamente un atributo popular. La honestidad es una actitud de humildad plena. La honestidad no abre espacio para condescendencias de favoritismo personal. Una persona honesta es intransigente al colocar sus valores morales por encima de los propios intereses materiales.
Exactamente por eso, en el contexto actual de nuestra cultura, competitiva, enfocada en resultados, que celebra el egoísmo ético, sin la misma abertura para la empatía y para la compasión, la honestidad no es un valor que reciba la debida exposición. Recuerdo al periodista y escritor peruano Mario Vargas Llosa, que escribió acerca de ese espíritu de la época, en el libro La civilización del espectáculo: Una radiografía de nuestro tiempo y de nuestra cultura (Editora Objetiva): “Para esa nueva cultura son esenciales la producción industrial maciza y el éxito comercial. La distinción entre precio y valor se borró, ambos ahora son uno solo, habiendo el primero absorbido y anulado al segundo. Es bueno lo que tiene éxito y es vendido; malo es lo que fracasa y no conquista el público. El único valor es el comercial. Al desaparecer la vieja cultura desapareció el viejo concepto de valor. El único valor que existe es ahora el que fija el mercado”.
Brasil vive un momento turbulento de la honestidad en la vida política y social. Al mismo tiempo que la sociedad desaprueba los escándalos y la corrupción en la vida pública, celebra en la vida privada las victorias de la viveza brasileña y de los malandras. Es condescendiente con deslices en el tránsito, en las filas de reparticiones y servicios en busca de favoritismos en negocios de áreas diversas de la actividad económica. En la cultura de sacar ventaja en todo, el honesto es un ilusionado, como escribió el científico social portugués Antonio Barreto en un artículo para el periódico Público: “Quien defiende la honestidad es considerado ingenuo”. De alguien que pierde tiempo para escribir sobre la necesidad de honestidad en la vida pública se dirá simplemente que pierde tiempo con “sermones”. De un honesto se garantiza que nunca será rico ni irá muy lejos en la política. Un comerciante que no “mete la mano” es imbécil. Un corredor de bolsa que no usa información privilegiada y no manipula a los competentes es un mal profesional. Un político que antes de las elecciones, no esconde las dificultades, para revelarlas después de ganar, es un “tonto” y debería cambiar de profesión. Un empresario que nada oculta a los trabajadores es un “samaritano” sin Killer instinct. Un estudiante que copia o plagia solo merece condenación si se lo descubre. Además, si es “sorprendido”, la complacencia es de rigor”.
En una sociedad así, un desafío se impone sobre la Iglesia, que es abrazar la honestidad a pesar de su impopularidad. En sus estructuras religiosas e institucionales, la Iglesia precisa demostrar que vive esa prerrogativa esencialmente cristiana. En sus relaciones con proveedores, la Iglesia precisa desviarse de favoritismos en busca de ventajas económicas. Necesita actuar de modo ético y transparente en sus compromisos con gobiernos y toda su burocracia. Necesita cumplir con sus contratos, sus deberes y atribuciones, de modo correcto e irreparable. A los cristianos no nos resta otra alternativa a no ser dejar de lado situaciones que traigan beneficio financiero o personal, basadas en desvíos éticos y morales, por menores que sean. Necesita ser un ejemplo en situaciones cotidianas comunes, desde la conducta en el tránsito a la conducta en las redes sociales. Necesita ser lo suficiente honesto para vaciarse del propio yo y priorizar intereses colectivos. Ser intransigente con posturas que expresan fraudes, aunque no lo parezcan, como usar fotos y relatos de realización de tareas en grupos corporativos en WhatsApp, que en la realidad solo enmascara la ausencia real de compromiso con el trabajo, solo para satisfacer al empleador.
Para la Biblia, la honestidad es un valor inestimable. La Palabra de Dios describe como feliz el hombre que conduce con honestidad sus negocios (Salmo 112:5). Afirma también que “Camina en su integridad el justo; sus hijos son dichosos después de él” (Proverbios 20:7). La adoración de una cultura de honestidad no parece despertar la atención de los medios o de los intelectuales al punto de provocar transformaciones en la opinión pública y en el comportamiento social. Pero para la iglesia, abrazar la cultura de la honestidad es un imperativo moral esencial para sus propósitos. Especialmente hoy en día.