Zygmunt Bauman y la alerta contra la religión de la comida rápida
El cambio de actitud de la sociedad también han cambiado la percepción de la religión
Zygmunt Bauman, filósofo de origen polaco que falleció este lunes 9 de enero, me condujo a un mundo en el que el caos triunfó sobre el orden. Sus estudios y la productiva literatura que derivó de su pensamiento funcionan como una alerta para estos tiempos sombríos, en los que el interés individual está por encima de todo y el sentido de comunidad está desapareciendo en el vacío. De sus visiones de una realidad fluida, ambivalente, multiforme, surgió el concepto de sociedad líquida, la precariedad dominante, la solidez de las instituciones que se escurre por los dedos, la vida empaquetada para consumo y descartable como envoltorios de comida rápida.
Comencé a leer a Bauman acompañado de amigos en los primeros años que seguían a mi formación en periodismo. Si tuviera un poco más de sagacidad, podría haber comprendido mejor ya en ese momento el deslumbre de la modernidad por la fragmentación. Bauman escribió, en Modernidad y Ambivalencia (Jorge Zahar, 1999), uno de los libros que más me gustan, que “la modernidad se enorgullece de la fragmentación como su mejor realización. La fragmentación es la fuente primaria de su fuerza. El mundo que se desintegra en una abundancia de problemas es un mundo gobernable”.
Estaba todo allí, siendo anunciado por Bauman, como si fuera un profeta al que no se le da la debida atención. Eran las señales de que la legitimización de la política y de la religión sería ofendida, de que las ideologías se pulverizarían, la democracia sufriría el peligro de colapsar, la familia se haría pedazos y los servicios y productos culturales se transformarían en mercancías en la era del mercado.
Las relaciones humanas en la sociedad líquida son relaciones de consumo. Gran peligro para las religiones y para la fe, pues se hace difícil reconocer la soberanía divina cuando lo que prevalece es la ilusión del hombre como centro de todas las cosas. Bauman escribió en el libro El malestar en la posmodernidad, que “la idea de la autosuficiencia humana minó el dominio de la religión institucionalizada, no prometiendo un camino alternativo para la vida eterna, sino llamando a la atención humana lejos de ese puno; concentrándose en vez de eso en tareas que el ser humano puede ejecutar y cuyas consecuencias pueden experimentar mientras todavía son ‘seres que experimentan’; es decir, aquí en esta vida”.
Es una reflexión indispensable y sintomática, que apunta a un tipo de fe que tiene su base en un concepto pop de la religión, con líderes obsesionados por deportes extremos, atentos a promociones de la última estación en alguna sucursal de la tienda Zara, con las antenas puestas en las novedades de Apple, empaquetando a las iglesias como si la vida fuera un inmenso outlet, pero sin la capacidad de hacer la lectura de una ruptura transformacional que multiplica analfabetos digitales, que amplía las necesidades suburbanas y empaña las esperanzas de la amplia mayoría de las personas que intentan sobrevivir en rebeldía a los llamados al consumo.
Tal vez ayudaría sumergirnos en la obra de Zygmunt Bauman, para mí una de las últimas voces que mostró el declive de esta experiencia humana sin mucho tiempo ni espacio para el Eterno.