El peligro de la codicia
¿Has sido agradecido (a) a Dios por las cosas que Él te ha dado?
El sueño mayor del campesino era poseer muchas tierras. Al no poder conseguir del patrón todo lo que deseaba, buscó a otro señor que le dijo que con el dinero que tiene puede recibir toda la extensión de tierra en derredor de la cual él sea capaz de andar hasta la puesta del sol. El campesino acepta inmediatamente, y el dueño de las tierras coloca su gorro sobre un montículo, y le dice: “Camine hasta donde quiera y vuelva hasta este gorro antes de la puesta del sol, y toda la tierra que pisaron sus pies le pertenecerá”.
El campesino camina deslumbrado. Luego, más adelante ve un pedazo de tierra muy buena, excelente para plantar maíz. Más adelante descubre un pedazo excelente para el cultivo de papas. Al frente encuentra otro magnífico lote de tierra apto para las naranjas, y otro más, y otro aún, y más…
Para abarcar todo tiene que correr, y corre mucho. Cansado, concluye que ya tiene lo suficiente, y nota con preocupación que el sol está bien cerca del horizonte y el gorro todavía está fuera de su vista. Acelera los pasos, pero tiene los pies heridos y sangrando, le duele la cabeza, los pulmones están al límite del esfuerzo, el corazón late contra las costillas. Redobla el sacrificio, y finalmente, divisa el gorro. Está exhausto, todos los nervios tensos, la cabeza parece explotar, y sus ojos casi no distinguen. Pero los oídos palpitantes perciben los aplausos de algunas personas, y con esfuerzo sobre humano extiende la mano hacia el gorro. Pero antes de alcanzarlo, cae exhausto, demasiado esfuerzo. El sol se pone y él está estirado en el suelo, muerto.[1]
¡Qué sujeto infeliz! Tenía todo para estar bien en la vida. Pero sus ambiciones fueron mayores que sus necesidades, y su euforia fue mayor que el buen juicio. Así, no disfrutó de lo que tanto soñó y no aprovechó lo que tenía.
El deseo desmedido, el querer tener muchas cosas, no tiene límites; porque es algo que está en la imaginación de la persona. Además, aunque los deseos sean ilimitados, la capacidad de poseerlas es limitada, finita. Ahí reposa la locura de querer más de lo que puede. Por eso, Dios nos advierte: “No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo” (Éxodo 20:17).
¿Qué es la codicia?
Se cuenta que un reportero le preguntó al magnate Nelson Rockefeller: “¿Cuánto dinero es necesario para ser feliz?” El ricachón respondió con naturalidad: “Un poco más”.[2] Eso es. Codiciar significa colocar nuestra devoción en cosas, dinero, éxito, fama y transformarlas en el centro de nuestra existencia, creyendo que son el fundamento sobre el cual construimos la felicidad. Para el codicioso, las cosas llegan a ser más importantes que las personas y sus necesidades.[3] El codicioso nunca está satisfecho; para él lo mucho todavía es poco. En fin: la codicia es el amor fuera de proporción, fuera de equilibrio y fuera de lugar.
Pero atención, no nos engañemos: la codicia no es esencialmente una cuestión de pobreza y riqueza, Codiciar es un vicio y pecado tanto del rico como del pobre, de quien vive en una casa sencilla o en un condominio de lujo. ¿Sabe por qué? Porque codiciar es la insatisfacción enfermiza y constante con lo que se tiene, sea mucho o sea poco. Es el deseo desmedido de avanzar más, querer más, buscar más, anhelar más, planear más, al punto de sacrificar todo y a todos para tener lo que se quiere. La persona tiene una bicicleta, pero obcecadamente quiere un auto. Y cuando tiene un auto, obcecadamente quiere una mansión. Y cuando posee una mansión, obcecadamente quiere un yate y un helicóptero. En la codicia, el problema no es tener mucho o tener poco; el problema es la insatisfacción constante con lo que se tiene, lo que provoca un sentimiento de infelicidad constante.
Codiciamos cuando reclamamos constantemente de las cosas que no tenemos. Codiciamos cuando menospreciamos ingratamente las cosas que tenemos. Codiciamos cuando no disfrutamos del éxito de nuestro prójimo y cuando deseamos algo de alguien.
El consejo divino
El apóstol Pablo nos aconseja: “Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré” (Hebreos 13:5). Ese versículo de Hebreos nos hace afirmar sin miedo de errar, que la codicia y el descontentamiento son problemas teológicos: codiciar es dudar de la capacidad de Dios de sustentarnos; codiciar es dudar de que Dios, a su tiempo y a su modo, nos dará lo que necesitamos, pero no siempre nos dará lo que deseamos.
¿Sabe cuál es el mejor remedio contra la codicia? La gratitud. Sí, eso mismo. Una persona agradecida tiende a disfrutar de lo que ya conquistó, se siente feliz con lo que ya recibió. Una persona agradecida entiende que lo que realmente importa no es cuánto se tiene, sino lo que se hace con lo que se tiene, y cuál es el estado del espíritu con lo que se tiene.
¿Usted se siente agradecido a Dios por las cosas que le ha dado? ¿Le agradece a Dios por su sueldo o por las ganancias en sus negocios? ¿Les agradece a sus padres por los regalos recibidos, por suplir sus necesidades o por el dinero que pagan por su cuota escolar o el costo de la facultad?
[1] Texto atribuido al escritor ruso León Tolstoi.
[2] Michael Horton. A Lei da Perfeita Liberdade, p. 212.
[3] Loron Wade. Los Diez Mandamientos, p. 93.