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Artículo explica relación entre los cristianos y la sana tolerancia

La tolerancia es una demostración de amor por el prójimo.


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Foto: shutterstock

Brasilia, Brasil… [ASN]  Con el propósito de fortalecer la tolerancia mediante el fomento de la comprensión mutua entre las culturas y los pueblos, los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), adoptaron una Declaración de Principios sobre la Tolerancia, firmado un 16 de noviembre de 1995. Desde la fecha se celebra el Día Internacional para la Tolerancia.

La declaración afirma que la tolerancia reconoce los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de los otros. Coloca a la tolerancia no solo como un deber moral, sino como un requerimiento político y legal para los individuos, los grupos y los Estados. Así se lee en su página principal.

La Agencia Adventista Sudamericana de Noticia publica el artículo del Dr. Juan Martin Vives, director del Centro de Estudios sobre Derecho y Religión de la Universidad Adventista del Plata. Vives habla del tema. Léalo a continuación.

Los cristianos y la sana tolerancia

Es paradójico que la tolerancia, una virtud tan imprescindible en nuestros tiempos, no goce últimamente de buena salud. Aunque el relativismo está en auge y nuestra sociedad parece más diversa que nunca, se percibe al mismo tiempo una fuerte sensación de crispación social. La violencia, el fanatismo, el extremismo, la discriminación, son todas muestras de la intolerancia que nos envuelve.

Tomando conciencia de esto, los países miembros de la UNESCO adoptaron en 1995 una Declaración de Principios sobre la Tolerancia, a la que consideran “una necesidad para la paz y el progreso económico y social de todos los pueblos”[1]. Esa Declaración se firmó un 16 de noviembre, y desde entonces cada año en esa fecha se celebra el Día Internacional para la Tolerancia.

Permítanme ser franco. Aunque tendemos a pensar que los demás son el problema, todos podemos llegar a ser intolerantes. La intolerancia no es patrimonio exclusivo de un grupo o una ideología. Hay intolerantes jóvenes y mayores, indoctos y educados, conservadores y liberales. Hay intolerantes contra la religión, y los hay también entre las personas religiosas.

Sin embargo, esto no debería ser así entre los cristianos. Estamos llamados a compartir y a vivir un mensaje de tolerancia. En su Carta sobre la tolerancia[2], una obra imprescindible sobre el tema, el filósofo inglés John Locke utiliza las enseñanzas del Evangelio para fundamentar la necesidad de la tolerancia. Razona que si -aun teniendo la posibilidad de hacerlo- Jesús decidió no imponer la religión, menos corresponde que lo hagan la Iglesia o el Estado. Locke es conocido como el padre del liberalismo clásico, y sus ideas sobre la tolerancia influyeron notablemente en nuestra noción moderna de libertad religiosa y de conciencia.

Con todo, los cristianos no siempre hemos destacado por nuestro espíritu tolerante. Posiblemente esto se deba, en parte, a una comprensión errónea de lo que es la sana tolerancia. Tolerancia no equivale a indiferencia. Tampoco es indulgencia frente al error. En cambio, se basa en el reconocimiento de que, a pesar de nuestras diferencias, con nuestros aciertos y errores, todos somos valiosos y todos somos iguales en dignidad y en derechos. La tolerancia bien entendida nunca parte desde la superioridad.

Me gustaría destacar tres ideas que subyacen al concepto de tolerancia así concebido. La primera es que ninguna persona tiene el monopolio de la verdad. Por supuesto, todos creemos (incluso a veces sabemos) que tenemos razón. Pero una cosa es que creamos de todo corazón que estamos en lo cierto, y otra cosa muy distinta es pensar que como seres humanos tenemos toda la verdad, que el otro no tiene razón en nada, o que no hay margen para que podamos equivocarnos en alguna cosa. El solo hecho de admitir esa posibilidad debería generarnos una sensación de humildad y de tolerancia hacia los demás. Como dejó en claro Jesús, todos tenemos al menos una astilla -cuando no una viga entera- en el ojo[3].

Pero aun si no fuésemos capaces de reconocer ninguna posibilidad de error propio o de acierto en los demás, todavía hay espacio para la tolerancia. O, mejor dicho, es allí donde realmente se demuestra el espíritu tolerante. Como Evelyn Hall le hace decir a Voltaire, “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero daría la vida para que puedas decirlo”[4].  La tolerancia así entendida no es apenas soportar condescendientemente el error ajeno. Antes bien, es el respeto por las ideas y creencias de los demás que son diferentes, e incluso contrarias, a las nuestras.

Por último, la tolerancia es una demostración de amor por el prójimo. El apóstol Pablo nos llama a ser “tolerantes unos con otros en amor”[5], y al hablar de la tolerancia nos recuerda que el amor “es el vínculo perfecto”[6]. Por eso mismo, no debería ser difícil para los cristianos comprender el valor de la tolerancia. Tenemos un Dios que a pesar de lo que somos y de lo que hacemos, no solo nos “soporta”, sino que nos ama. Un Dios que ama incondicionalmente. No hay mejor ejemplo de sana tolerancia que ese.

[1] Organización de las Naciones Unidas para Educación, la Ciencia y la Cultura, “Declaración de Principios sobre la Tolerancia”, París, 1995. Disponible en: unesdoc.unesco.org/images/0010/001018/101803e.pdf

[2] Locke, John. Carta Sobre La Tolerancia. Barcelona: Grijalbo, 1975.

[3] Lucas 6:41-42

[4] Tallentyre, S. G. The Friends of Voltaire. London: Smith, 1906.  176-205

[5] Efesios 4:1-3

[6] Colosenses 3:11-14