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Cautivados por el amor

Es con alegría que inicio esta columna que traerá algunas reflexiones sobre las profecías bíblicas. Pero, antes de interpretar algún texto o relacionarlo a ciertos hechos, es imprescindible reflexionar sobre lo esencial. En primer lugar, necesitamos...


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Es con alegría que inicio esta columna que traerá algunas reflexiones sobre las profecías bíblicas. Pero, antes de interpretar algún texto o relacionarlo a ciertos hechos, es imprescindible reflexionar sobre lo esencial. En primer lugar, necesitamos cuestionarnos sobre la iniciativa personal de estudiar las profecías bíblicas. ¿Por qué dedicar tiempo a eso, si muchos consideran a la Biblia un subproducto de la cultura? Si ella es fruto de la cultura, no proviene de Dios y no pasa de una invención humana. Es eso lo que filósofos, historiadores y muchos teólogos afirman. Si la Biblia es solo cultural, en consecuencia, las profecías no pasan de vaticinum ex eventum (profecía originada en un evento), o sea, fueron escritas después de acontecimientos que fueron trasladados al futuro a fin de que parezcan proféticos.

Entonces, es inevitable la pregunta: ¿Podemos confiar en las profecías bíblicas? ¿Existe algún criterio para evaluarlas? Sin duda, sí. El criterio más importante se relaciona al cumplimiento: una profecía verdadera tiene que cumplirse. Basta la lógica para llegar a esa conclusión. Hasta en la Biblia se encuentra ese argumento: “Y si dijeres en tu corazón: ¿Cómo conoceremos la palabra que Jehová no ha hablado?; si el profeta hablare en nombre de Jehová, y no se cumpliere lo que dijo, ni aconteciere, es palabra que Jehová no ha hablado; con presunción la habló el tal profeta; no tengas temor de él” (Deut. 18:21,22 el énfasis fue agregado). En fin, si la profecía se cumple, tanto ella como el profeta son verdaderos. Si ella no se cumple, es falsa. Punto.

Algunos estiman que existen más de dos mil quinientas profecías en la Biblia, y la gran mayoría de ellas ya se cumplió a lo largo de la historia hasta el presente. Una de las más espectaculares es la de Daniel 9:25 al 27, que anuncia el tiempo de la primera venida del Salvador. Escrita por Daniel en el siglo VI a.C., esa profecía indica el tiempo exacto de la manifestación pública del Ungido (Mesías o Cristo), 483 años a partir del otro hecho también profetizado. Acortando la historia, eso nos lleva al 27 d.C., exactamente el año en que Jesús fue bautizado (ungido) en el río Jordán. Como no se puede negar que el libro de Daniel fue escrito siglos antes de Cristo, también es innegable el carácter predictivo de ese libro. Jesús vino en el tiempo profético exacto.

Podemos mencionar diversas profecías cumplidas. Una lista rápida: la destrucción de las antiguas ciudades de Tiro y Babilonia, victorias y derrotas de ejércitos, los 70 años de exilio judío, la diáspora, la sobrevivencia del pueblo y la fe israelita por milenios, el surgimiento y caída de imperios, las profecías mesiánicas y hasta los fenómenos políticos y religiosos de la actualidad, como la unión disfuncional de Europa y ciertas tendencias globales. Todo se cumplió y se está cumpliendo cabalmente, como está previsto en las Escrituras.

Objeciones:

Muchos tienen una visión de prejuicio acerca de la Biblia e imaginan que estudiar las profecías puede hasta llevar a la locura. Otros respetan las profecías, pero, al depararse con un animal de siete cabezas y diez cuernos, por ejemplo, concluyen que es imposible interpretar el libro. Tal vez de ahí se ha originado el dicho popular “bicho de siete cabezas”, para referirse a algo tan misterioso como temible.

Todavía recuerdo mi primer contacto con el Apocalipsis, hace 25 años. En la época, tenía solo diez años, cuando vi un libro azul con los cuatro caballeros en la tapa, titulado Revelaciones del Apocalipsis. Estábamos en la casa de mi tía Luisa, profesora graduada en Letras, muy culta. Como en todas las vacaciones de verano, viajábamos tres mil km para pasar algunos días con ella, pero, en esa ocasión, el libro me incomodaba en el estante. No me gustaba pasar cerca de él y hasta giraba el rostro para evitarlo. La tapa azul llamativa, los caballeros (que no eran tan agresivos) y la propia palabra “Apocalipsis” parecían amenazantes para un muchacho que nunca había hojeado una Biblia.

No sé por qué le tenía tanto miedo a ese libro. Tal vez la influencia de la TV. Mi memoria no es capaz de rescatar esa información. Solo sé que el temor era real. Sin embargo, por una bella ironía de la vida, años después me interesé profundamente por el mensaje de ese libro, ya no guiado por el miedo, ni vestido con un chaleco a prueba de fe, sino atraído por el amor divino (Jer. 31:3). En las palabras del autor del libro del Apocalipsis, “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Juan 4:18).

Amor divino

Una de las primeras lecciones para quien desea estudiar las profecías bíblicas, especialmente las apocalípticas (en otra columna explico la diferencia), es sobre el amor de Dios por su pueblo. El amor divino es el mensaje básico del libro, así como de toda la Biblia. No es coincidencia que Daniel y Juan hayan sido elegidos para recibir visiones especiales. Ambos tenían algo en común: Daniel era “muy amado” y Juan fue el “discípulo a quien Jesús amaba” (Dan. 9:23; Juan 20:2). O sea, las mayores revelaciones proféticas de la Biblia fueron confiadas a personas que fueron objeto especial del amor de Dios, no por un decreto arbitrario de parte de la Divinidad, sino porque esos hombres se abrieron a la luz celestial. No se parecían a predicadores agresivos, ni eran fanáticos insensibles. Eran personas humildes, de profunda sensibilidad espiritual y compromiso con el pueblo de Dios. Si las personas amadas fueron elegidas para transmitir el mensaje apocalíptico, es porque éste tiene que ver con el amor.

“Dios es amor” (1 Juan 4:8). Sin embargo, si el amor es la esencia del carácter divino, ¿por qué tanto Daniel como Apocalipsis contienen imágenes negativas, como las de animales terribles y escenas de destrucción? La respuesta a esa pregunta compleja no está en una ecuación sencilla. Se relaciona con el dilema de la realidad: si Dios es bueno, ¿por qué permite el sufrimiento? Esa pregunta originó una obra filosófica clásica, Ensayo de teodicea, escrita por el matemático y filósofo alemán Gottfried Leibniz.

En ese libro, Leibniz acuñó el término teodicea (que significa algo como “justicia de Dios”), en él trata de conciliar la relación entre la bondad de Dios y la existencia del sufrimiento. Aunque sus reflexiones enriquezcan la discusión del tema, las profecías bíblicas dan una contribución enorme a la cuestión de la teodicea.

Para entender el beneficio de las profecías bíblicas, vale la pena conocer la historia de Job. Ese patriarca sufrió terriblemente sin saber por qué. Siendo que es el único en todo el Antiguo Testamento llamado justo, o sea, una persona altruista y buena (Job 1:1), sufrió terriblemente. Sin embargo, no pasaba por su cabeza que era parte de un conflicto y que sus movimientos estaban acompañados con interés por ojos invisibles. Al fin de la historia, el patriarca fue restaurado, y Dios hasta habló con él, pero sin explicarle lo que pasó. El patriarca permaneció en la oscuridad en cuanto a las acusaciones que hicieron contra él en la corte divina. En el Apocalipsis y en Daniel, el pueblo de Dios también sufre, pero lo invisible está revelado. Podemos entender el por qué. Esa idea está contenida en la etimología propia de la palabra griega apocalipsis, que significa “revelación” y transmite la idea de descubrimiento.

Por medio de las profecías apocalípticas, tenemos la chance de entender lo que está por detrás del sufrimiento humano y por qué Dios parece lento en actuar. Al estudiarlas, comprendemos que él está atento a los detalles y actúa vigorosamente. Somos bendecidos con una visión privilegiada de la historia. Además, desde el punto de vista profético, la historia no se restringe al pasado. El futuro ya es pasado. No es de balde que varios profetas hablaban del futuro, usando verbos del pasado. Dios no solo prevé con influencia el futuro.

Así las profecías bíblicas no tienen nada que ver con lo que enseña la cultura popular. Apocalipsis no significa fin del mundo, sino una revelación de Dios. No se trata de destrucción gratuita, sino de intervenciones divinas buscando la redención de la humanidad. Es la descripción de un Creador comprometido con sus hijos, el cual concede libertad, pero que también exige responsabilidad. Volviendo a la pregunta inicial, no es solo bueno sino esencial estudiar las profecías. A través de ellas, podemos entender por qué estamos aquí y para dónde vamos. Si las estudiamos debidamente, ellas nos traerán paz y nos harán más reflexivos y confiados: “Dichoso el que lee y dichosos los que escuchan las palabras de este mensaje profético” (Apocalipsis 1:3, NVI). Al leer esta columna, que su mente sea iluminada y su corazón enternecido por la revelación del amor de Dios.

 

 

Diogo Cavalcanti

Diogo Cavalcanti

Apocalipsis

El universo de las profecías bíblicas y sus respuestas para la inquietudes actuales

Graduado en Teología y en Comunicación Social, con posgraduación en Letras, trabaja en la redacción de la Casa Publicadora Brasileira (CPB). Es uno de los editores de libros, entre ellos, el Comentario Bíblico Adventista del Séptimo Día en portugués.